jueves, 7 de octubre de 2010

¡Y dónde está mi Nobel!


(Foto tomada de la página web de El Comercio)

Este es un auto taller de cuento pero, dado que a parte de autor soy el único visitante y lector, puedo darme el lujo de convertirlo también en taller de auto-terapia: para no atosigar a todo el mundo con lo que ya dije, mejor lo digo acá: el triunfo de los demás no es nuestro triunfo, a menos que se trate, claro, de un amigo o de un hijo, personas a las que uno afecta y con las que tiene una relación personal. Me encanta lo que Marito escribe, pero mi pata no es.

miércoles, 7 de abril de 2010

Mi problema con las descripciones (I)


Una tarde en que yo escribía, [mi hermano] se acercó silenciosamente y se inclinó sobre la hoja de papel hasta casi tocarla con su nariz pecosa:
-¿Cómo se escribe un cuento? -me preguntó.

Su pregunta me hizo gracia y, raro en mí, no me molestó que me interrumpiera.

-Simplemente, tienes que decir las cosas de manera que suenen distintas -le dije-. Por ejemplo, en lugar de escribir: "El jardinero está regando el jardín", escribes: "El jardinero está bañando".

- Ah, ya -contestó Pipo, sonriendo de oreja a oreja.

Minutos después escuché que encendía la televisión.

"Disfraz de niño", Daniel Rodríguez Risco, pg 46.

Claro que si tienes diez años como el protagonista de esta novela corta, no está nada mal, pero por encima de los trece esto me distrae. Se supone que el mecanismo en realidad debería funcionar así:

En el cuento Emma Zunz, de Jorge Luis Borges, hay un momento en el que Emma se encuentra en el laberinto de un puerto, destinada a entregar su virginidad, y en ese instante va hacia una alargada ventanita rectangular Borges dice: «En ese momento el día estaba agonizando». ¿Por qué no dijo que atardecía o que estaba cayendo la bola naranja del sol, o que se gestaba el crepúsculo? Porque el acto que iba a realizar Emma representaba una agonía para ella y porque, más adelante, el personaje antagonista también va a agonizar. Esto implica que la atmósfera debe ir acorde con el hecho narrado, pero sin exagerar.
(Texto de Sampeiro, tomado del blog de Javier Cercas Rueda)

¿Pero qué es exagerar? Un ejemplo fácil sería el cuento "Los Veraneantes" de Chejov, en el que la exageración es intencionada:

La luna, por entre los jirones de nubes, les miraba frunciendo el entrecejo. Con seguridad sentía envidia y enojo por su aburrida y forzosa virginidad.

Pero ahí está bien, porque es el universo le está jugando una broma a los protagonistas. En este fragmento de de "A la espera de nuevas órdenes" de Tobías Wolf me parece que las cosas no funcionan:

El sargento Morse volvió a ocuparse de los papeles, pero la llamada le había inquietado. Se levantó y fue a la máquina del agua fría, se sirvió un vaso y se quedó junto a la puerta. La noche era amenazadoramente cálida y silenciosa: ya eran más de las once, el cuartel estaba en silencio, sólo unas pocas ventanas brillaban en la bruma. Una gruesa mariposa gris tamborileaba contra la puerta de tela metálica.

No es que no entienda. El Sargento Morse se siente solo, eso lo podemos ver a lo largo de todo el cuento, pero "la noche era amenazadoramente cálida y silenciosa", "sólo unas pocas ventanas brillaban en la bruma", "Una gruesa mariposa gris tamborileaba contra la puerta de tela metálica", son imágenes que no me llevan a ningún sitio, quizás porque está al principio del relato y no tenemos cómo identificar esas imágenes con lo que el protagonista siente (no tenemos cómo saber qué es lo que siente si no lo conocemos primero).

Otro ejemplo: Bruno Shulz en el cuento "Agosto" de "Las tiendas color canela":

En esos días, la oscura cara del primer piso al lado de la plaza mayor era atravesada por el enorme verano; el viento de las vibrantes capas aéreas, las baldosas de resplandor que dormían su sueño apasionado sobre el suelo; la melodía del organillo surgida de la veta dorada más apasionada del día; dos o tres compases del estribillo interpretado al piano en algún lugar una y otra vez, desmayándose al sol sobre las aceras blancas, perdidas en el fuego del día profundo.

Lo mismo: nada de esto me dice nada de nada. Pero como este es un auto-taller de cuentos, estoy obligado a auto-debatir: es a mí a quien esto no le dice nada; de otro modo, ¿por qué la siguiente descripción tomada del mismo cuento sí llama mi atención?:

Pero al otro lado de la valla, detrás de la guardia del estío, en el cual dominaba la torpeza de los hierbajos atontados, había un vertedero invadido vorazmente por bardanas. Nadie sabía que, precisamente allí, agosto celebraba su orgía pagana. En ese vertedero se hallaba la cama de la infeliz muchacha Tluya, allí estaba apoyada contra la valla y cubiera de lilas salvajes. Así la llamabamos todos. Sobre un montón de desperdicios, cazuelas viejas, zapatikllas, ruinas y escombros se encontraba la cama pintada de verde, apoyada en dos ladrillos viejos cuando carecía de patas. En los escombros al aire, enfurecida por el calor, henchida con los relámpagos de los moscones excitados por el sol, chirriaba con unos sonajeros invisibkles incitando a la locura. Tluya está acuclillada entre klas sábanas amarillas y harapos. Su cabeza enorme se eriza y recoge en una cola de cabellos negros. Su cara se contrae como el fuelle de una armónica y a cada rato el rictus de llanto que compone esa figura en miles de plioegues verticales y la sorpresa vuelve a estirarlos, alisa los pliegues, descubre las rendijas de sus ojos pequeños y las encías húmedas con sus dientes amarillentos bajo un labio carnoso y morrudo. Pasan horas llenas de calor y aburrimiento en cuyo transcurso Tluya farfulla en voz baja, dormita, gruñe y carraspea. Las moscas la rodean en un espeso enjambre. Mas, de repente, todo ese montón de trapops sucios, harapos y trizas comienza a moverse animado por el runrún de las ratas. Las moscas se despiertan ahuyentadas y levantan un gran enjambre rugiente, plagado de rabiosos zumbidos, reflejos y reverberaciones. Y mientras los trapos caen al suelo y se derraman sobre elverterero como ratas alarmadas, surge entre ellas y despaciosamiente se desemvuelve el cogollo, el núcleo del vertedero: semidesnuda y morena, semejante a una deidad opagana, se levanta sobre sus piernas cioras e infantiles y sobre su cuello colmado de ira y sobre su cara enrojecida de rabia donde, como pinturas bárbaras, florecen los arabescos de sus venas hinchadas, se hincha un grito animl, un rugido ronco surgido de los bronquios y las bocinas de ese pecho seminanimal y semidivino. Las bardanas quemadas por el sol gritan, las plantas se hinchas y presumen de su carne indecente, los hierbajos beben su veneno brillante y la tonta, ronca en su alarido, golpea en convulsiones frenéticas, con apasionamiento feroz su regazo carnoso contra el tronco de lilas salvajes que chirría bajo la obstinación de esa pasión lujuriosa, encantado porb todo ese coro de fecundidad desnarturalizada, pagana.

Repito: ¿Por qué el primer párrafo me parece superfluo y los otros tres no? El tipo de lenguaje es el mismo, no veo cambios en el ritmo en que presenta los datos, de modo que tiene que ser porque en el pimer párrafo Shulz describe elementos que para mí no tienen ningún significado, es decir, no encuentro nada trascendente en ellos, desde mi punto de vista está simplemente está bañando a las hormigas; en cambio la descripción de la loca como una divididad pagana y bestial no me parece vacía sino justa.

¿O tal vez es que sólo me gusta el contraste entre el lenguaje y el objeto descrito? ¿O es que creo ver algo de sarcasmo en el texto? Bueno, ya veremos.

lunes, 8 de marzo de 2010

Martillazos literarios


Una de las mejores opiniones que recibí sobre El monstruo fue: "Al menos ya no estás dando martillazos literarios". (Nota a parte: Me encanta cuando los venenosillos no se dan cuenta que en realidad están siendo bastante obvios.) Soy demasiado pudoroso como para enseñar esos martillazos, pero creo que los siguientes ejemplos (ajenos) pueden servir para que se den una idea:

"(...) El placer, el bendito placer mezclado con amor y con alcohol. Había terminado dormitando abrazada a su cintura y con la cabeza apoyada en sus pechos blandos como almohadas. Abrí los ojos y… Por la reconcha su… Ella no recordaba absolutamente nada y yo me había maldecido por haber comprado ese vino tinto que a mí tanto me excitaba y a ella tanto la aletargaba… ¡Maldita sea el vino borgoña Queirolo, maldito sea!... Entonces, se lo había contado todo mirándola a los ojos verdes y añadiendo que yo estaba enamorada. Ella me miró extrañada y me dijo… Chéire , jamás te podría ver en el sentido amoroso porque tú eres como mi hermana… Plop. ¿Tenía que hablar en francés? El francés me enternece, me excita. Levanté una ceja… ¿De cuando acá haces el amor con tu hermana?... Me pregunté, pero guardé silencio. A pesar de que ella era bisexual, con ese argumento me había negado la posibilidad de que yo siquiera intentara enamorarla. Entonces, me levanté, tomé mi ropa y me fui antes de que los ojos castaños se me inundaran en lágrimas… Me había rechazado, chérie, y yo enamorada, muy enamorada… ¡Puta madre!"

Prefiero no poner el nombre de la autora. Pueden encontrar el cuento completo si goglean alguna parte del texto de arriba. Acá otro ejemplo, tomado de Edmundo Paz Soldán, sobre "La humillación" de Roth:

"En The Humbling parecen haberle entrado dudas, y por ello necesita reforzar ciertas frases con signos de admiración, como para hacerle ver al lector que lo que está narrando es importante: 'Everything he wanted, she was preventing him from having!' 'No, he would not be defeated by these two mediocrities. He would not be a boy overcome by her parents!'"

En estos casos el martillazo parece dado por la inseguridad del autor, como cuando un actor cómico no está seguro de que lo que dijo tuvo el efecto que él buscaba y se ríe para señalar que acaba de hacer un chiste. Lo que yo quería hacer con mis martillazos se parecía más a la primera escena de Caracter, cuando el protagonista se lanza sobre sobre su padre. No he visto algo parecido en literatura. Si alguien tiene un ejemplo de un martillazo que sí funciona, por favor déjelo en los comentarios. Sospecho que no se puede porque los cuentos funcionan como los chistes (de eso hablo otro día), o tal vez es que no he encontrado el modelo adecuado.

lunes, 22 de febrero de 2010

Sobre por qué hay que saquearlo todo



Gustavo Faverón en "Jerzy Kosinski: el indultado":

"
Y es bueno reconocer, además, que incluso si el escritor polaco no fue [el] único padre [de los textos que se publicaron con su nombre], sí supo elegirlos o reconstruirlos de modo que fueran finalmente una expresión desgarradora de su propia naturaleza".

Jim Jarmush, "Las reglas de oro":

REGLA No. 5: Nada es original. Roba de cualquier sitio que te llene de inspiración o alimente tu imaginación. Devora películas viejas, películas nuevas, música, libros, pinturas, fotografías, poemas, sueños, conversaciones intrascendentes, arquitectura, puentes, señales de tránsito, árboles, nubes, ríos, luces y sombras. Selecciona para robar solamente aquellas cosas que le hablen directamente a tu alma. Si lo haces, tu trabajo (y tu robo) será auténtico. La autenticidad es invaluable; la originalidad no existe. Y no te preocupes en ocultar tu robo - celébralo si hace falta. En cualquier caso recuerda siempre lo que dijo Jean-Luc Godard: "De lo que se trata no es de dónde tomas las cosas, sino de a dónde las llevas".

jueves, 11 de febrero de 2010

Por qué no me gusta "Colinas como elefantes blancos", de Hemingway


Primero, hay que leerlo.

No recuerdo cómo llegué a este cuento. Probablemente alguien me lo mencionó como el ejemplo perfecto (a parte de "Los Asesinos") de la teoría del Iceberg de Hemingway. Con ambos me pasa lo mismo: no comprendo qué tienen de especial, a "los Asesinos" no lo encuentro más interesante que tomar de "No country for old men" la escena en la que Bardem obliga a el dueño de una gasolinería a jugar a los dados y exhibirla por separado. Quizás es como si elogiaran el primer close-up hecho en el cine: debe haber sido una genialidad, por supuesto, pero eso no significa que yo -ciento y pico años después- obligatoriamente deba sentirlo así. Carmen Ollé, en su taller del CELAP, me recomendó leer "Los testamentos traicionados" de Kundera; encontré lo siguiente:


QUINTA PARTE: En busca del presente perdido 2

Lo curioso en este cuento de cinco páginas es que podemos imaginar, a partir del diálogo, infinidad de historias; el hombre está casado y obliga a su amante a abortar por consideración hacia su esposa; es soltero y desea el aborto porque tiene miedo de complicarse la vida; pero también es posible que actúe desinteresadamente al prever las dificultades que un niño podría acarrear a la chica tal vez, se puede imaginar cualquier cosa, él esté gravemente enfermo y teme dejar a la chica sola con un niño; se puede incluso imaginar que el niño es de un hombre que la chica abandonó para irse con el norteamericano, quien le aconseja el aborto aun cuando esté dispuesto, en caso de rechazo, a aceptar él mismo el papel de padre. ¿Y la chica? Puede que haya aceptado abortar para obedecer a su amante; pero tal vez haya tomado ella misma la iniciativa, y a medida que se acorta el plazo, vaya perdiendo valor, se sienta culpable y manifieste aún la última resistencia verbal, destinada más a su propia conciencia que a su pareja. En efecto, no acabaríamos nunca de inventar posibilidades que pueden ocultarse detrás de un diálogo. En cuanto al carácter de los personajes, la elección es igualmente molesta: el hombre puede ser sensible, cariñoso, tierno; puede ser egoísta, astuto, hipócrita. La chica puede ser hipersensible, fina, profundamente moral; puede también ser caprichosa, cursi, amante de montar escenas de histeria. Los verdaderos motivos de su comportamiento permanecen tanto más ocultos cuanto que el diálogo no nos indica nada sobre la manera en que se pronuncian las réplicas: ¿rápido, con lentitud, ironía, ternura, maldad, cansancio? El hombre dice: «Sabes que te quiero». La chica contesta: «Lo sé». Pero ¿qué quiere decir este «lo sé»? ¿Está ella realmente segura del amor del hombre? ¿O lo dice con ironía? Y ¿qué quiere decir esa ironía? ¿Que la chica no cree en el amor del hombre? ¿O que el amor de ese hombre ya no le importa? Fuera del diálogo, el cuento no contiene más que algunas descripciones necesarias; ni siquiera las indicaciones escénicas de las obras de teatro son tan escuetas. Un único motivo escapa a esta regla de máxima economía: el de las colinas blancas que se extienden en el horizonte; vuelve varias veces, acompañado de una metáfora, la única en todo el cuento. Hemingway no era muy aficionado a las metáforas. De modo que ésta no le pertenece al narrador, sino a la chica; ella es quien dice al mirar las colinas: «Parecen elefantes blancos». El hombre contesta mientras se toma la cerveza: «—Nunca he visto ninguno. »—No, no habrías podido. »— Habría podido —dice el hombre—. Que digas que no habría podido no prueba nada». En estas cuatro réplicas, los caracteres se revelan en su diferencia, incluso en su oposición: el hombre manifiesta cierta reserva hacia la invención poética de la chica («nunca he visto ninguno»), ella le contesta inmediatamente en los mismos términos, como reprochándole no tener sentido poético («no habrías podido») y el hombre (como si ya conociera este reproche y le cayera mal) se defiende («habría podido»). Más adelante, cuando el hombre asegura a la chica que la quiere, ella dice: «—Pero si lo hago [o sea: si aborto], estará bien, y si digo que las cosas son elefantes blancos ¿te gustará? »—Me gustará. Me gusta ahora, pero no puedo pensar en ello». Por lo tanto, ¿será por lo menos en esta actitud distinta en relación a una metáfora donde radique la diferencia entre sus caracteres? ¿La chica, sutil y poética, y el hombre, prosaico? ¿Por qué no? Podemos imaginar a la joven como más poética que el hombre. Pero también podemos percibir cierto manierismo en su hallazgo metafórico, cierto preciosismo, cierta afectación: al querer que la admiren por original e imaginativa, exhibe sus pequeños gestos poéticos. Si éste es el caso, lo ético y lo patético de las palabras que pronuncia acerca del mundo que, después del aborto, ya no les pertenecería podrían deberse a su gusto por la ostentación lírica más que a la auténtica desesperación de la mujer que renuncia a la maternidad.

Y también podemos suponer que ella en realidad no está embarazada y está tratando de manipularlo. En realidad, podemos suponer lo que sea.

No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas frases que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual.

"Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual". Exacto. Como si lo hubieran grabado de una conversación cualquiera en un micro, en un bar o una cafetaría: da lo mismo, es un cliché sin elaborar.

Es imposible juzgar moralmente a estos personajes ya que no hay nada sobre lo que pronunciarse; en el momento en que están en la estación, todo está ya definitivamente decidido; ya se han dado antes explicaciones mil veces; han discutido ya mil veces sobre sus opiniones; ahora, la vieja discusión (vieja discusión, viejo drama) apenas aflora vagamente detrás de la conversación en la que ya nada está en juego y en la que las palabras ya no son sino palabras.

No sé cómo llega Kundera a esta conclusión. Según él mismo, el diálogo podría producirse en mil maneras, bajo mil circunstancias distintas, no tiene uno por qué suponer que es una vieja discusión.

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Pero como este es un auto-taller de cuento, no vale quedarse con la conclusión, hay que tratar de entender. ¿Acaso no es cierto que en algunos casos la ambigüedad y el camaleonismo tienen gracia para mí? Por ejemplo, este microrrelato:

Anacronismo.

En el noticiero vimos que habían profanado la tumba de mi padre. Él se quedó muy sorprendido.


¿Quién es el que está fuera del tiempo correcto? ¿El saqueador, que entró en la tumba del padre cuando éste aún está vivo? ¿Mi padre, que se sorprende cuando ya no debería poder hacerlo, porque está muerto? ¿O el narrador, que ve en su padre sentimientos de los que ya no es capaz? (¿Y está el cadáver del padre viendo televisión con el narrador?) Entonces, si puedo encontrarle la gracia a este microrrelato ¿por qué no se la veo al cuento de Hemingway?

Me imagino lo siguiente: Hemingway sí le encuentra la gracia a todas las posibilidades que menciona: la chica es poética y el hombre, prosaico; o la chica es frívola y el hombre, cariñoso pero prudente; o él está enfermo y ella quiere quedarse con el niño porque es lo único que la une a él; o ella realmente no está embarazada y trata de manipularlo, y él lo sospecha, pero quiere ver hasta donde puede empujar la situación para atraparla infraganti. Todos estos hilos -la savia misma de la vida, para algunas personas- pone a los diferentes posibles personajes en la misma situación, no importa quién sea la chica, quién sea el hombre y cuáles sean sus motivos: en esa estación de tren, en ese día caluroso, todos se encuentran con las mismas cartas y están obligados a jugar la misma partida; por lo tanto, de alguna forma extraña, todos son los mismos. Como en el Honor de los Prizzi: no importa qué haya pasado y qué es lo que realmente uno piensa del otro, la cosa es que él tiene que matarla a ella y ella tiene que matarlo a él. Pero decir esto es para mí como llegar a la conclusión de que la materia en verdad es espacio vacío distorsionado: entiendo el razonamiento, pero no percibo su realidad.

martes, 26 de enero de 2010

EL MONSTRUO

Esa mañana, el monstruo se levantó de ningún humor, con el ánimo neutro, como normalmente sucedía. Luego de bañarse, vestirse y poner ropa en su maletín deportivo, desayunó solo, viendo el televisor, mientras sus padres –con quienes vivía desde la separación– dormían en el segundo piso. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo con el pretexto de arreglarse por última vez el cabello. No era bien parecido, ni alto, ni muy fuerte. Ya había pasado los cuarenta años y su vientre, que nunca fue plano, ahora era imposible de esconder bajo la camisa. Practicó en el espejo la mirada de amable desdén con la que trataba a todos en la oficina. Podía ser un poco feo, pero le gustaba su cara cuando tenía esa expresión. Adquiría carácter, personalidad. Así era una cara que inspira respeto y que de vez en cuando puede gustar a alguna mujer. Sonrió con sólo las comisuras de los labios, dejando los ojos fijos en donde se encontraba su interlocutor imaginario. Esa constante combinación de cortesía y frialdad no permitía a nadie más que a él saber lo que está pensando. Asintió varias veces, con movimientos cortos y secos, sosteniendo la mirada y la sonrisa, exagerando un poco el modo con el que saludaba a sus superiores. Era el punto exacto en que podía ser solícito y al mismo tiempo conservar la dignidad. Fue suficiente, le dio un último ajuste a la corbata, cogió su maletín deportivo y salió de la casa.

Su auto también había sido escogido bajo esas condiciones. No era un lujo demasiado caro para alguien con sus ingresos, pero tampoco era uno que pudiera ser confundido con el de alguien inferior. Recordó lo que había proyectado para esa noche, después del comité de gerencia. No había cubierto todos los detalles, pero averiguar más no le parecía prudente. Estaba ligeramente sorprendido de no encontrarse intranquilo. Nada podía salir mal, pero no se trataba exactamente de eso, sino de que esa noche iba a hacer algo que en otra época habría considerado un acto vil, repugnante e incluso malvado. “Es esta noche,” pensó durante una luz roja, “después del comité...” Pero recordarlo no parecía hacer gran diferencia.
Cumplió el trabajo del día con soltura, porque en esos días del mes no había mucho movimiento. Todo transcurrió sin sobresaltos, todos los problemas encontraron su camino, el trabajo fue canalizado adecuadamente. Varias veces al día se repitió a sí mismo esa frase, “es esta noche”; pero nada, no le producía ninguna emoción. Ninguna intranquilidad. Aunque no podía esperar otra cosa, se dijo a sí mismo, porque alguien acostumbrado al trabajo bajo presión, a la eficacia en las peores circunstancias y a la eficiencia en medio del caos, algo como esto no pasa de ser una pequeña escaramuza, una cosita de nada... Sin embargo, aunque no lo admitía, seguía allí, en algún lado de su cabeza, la ligera extrañeza de no estar intranquilo, aguijoneándolo con suavidad, sin hacer que su pulso se acelere, como la señal de que algo iba a suceder. A las ocho de la noche interrumpió la reunión en la que se encontraba, anunció a los presentes que tenía una cita impostergable con el abogado de su mujer y les dedicó su característica sonrisa petrificada a modo de despedida.

Se dirigió al centro de la ciudad, a una cochera que estaba en una de las calles estrechas de la parte antigua. Estaba oscuro, pero no le importó; varias veces había dejado su auto allí para reconocer el terreno. Forcejeó durante unos minutos dentro del auto para cambiar su ropa de trabajo por otra informal, barata y gastada; se puso una gorra y un par de anteojos muy gruesos y encendió la luz interior del auto para observarse en el espejo retrovisor. Sí, nadie podría reconocerlo a simple vista. Guardó sus cosas debajo de los asientos, cogió el periódico que estaba allí desde la mañana, apagó la luz y salió.

Caminó por las calles con la cabeza gacha hasta llegar a un bar de mala muerte. Había muy pocos clientes. Era apenas las nueve y tenía que esperar hasta las once, cuando ya no hubiera tanta gente en la calle. Miró el televisor que colgaba en una esquina, aburrido. Pidió una cerveza. Leyó varias veces el periódico e intentó completar el crucigrama. Poco después de las diez notó que tenía mojadas las axilas; no lo tomó como una señal de nerviosismo, pero quince minutos antes de las once fue imposible negarlo. Pidió una cerveza más y tomó el primer vaso de golpe. Ahora sus manos estaban algo tiesas y frías. Llegó la hora. Se paró sintiendo un leve temblor en las rodillas y en su estómago. Fue al paradero y cogió un bus que lo llevó unas veinte cuadras más lejos.

Esta parte del centro era aun más ruinosa que la anterior. Los edificios llevaban años sin pintarse y estaban impregnados de smog y polvo. Había letreros por todas partes, en colores chillones, muchos con luces de neón oscurecidas por telarañas y suciedad. En la acera, algunos vendedores ambulantes se cruzaban con personas que todavía esperaban su transporte y con niños que sostenían bolsas de plástico en sus bocas. Bajó en una esquina justo en las narices de una pareja de mujeres policía y tres o cuatro prostitutas. Eran pequeñas y gordas, con varios años encima. En cuanto las policías cruzaron la avenida, las prostitutas le ofrecieron sexo por el equivalente a un par de cervezas. No las escuchó y siguió caminando. La caminata le permitía no prestar atención al temblor en sus manos. Esquivó un montón de basura y varios huecos en las veredas. Unas cuadras después, la tarifa de las prostitutas se había reducido a la mitad; en la siguiente, a la cuarta parte. Ya casi no había gente, sólo otro transeúnte que tampoco prestaba atención a las señoras. Entonces vio la señal que estaba buscando: un hostal en una esquina con un letrero de plástico blanco y fluorescentes del mismo color. Tenía una sola letra, una hache mayúscula en negro, y al lado se veía las siluetas sucias de las letras faltantes. Se detuvo en la puerta y desde allí miró la calle –muy mal iluminada– que estaba al doblar la esquina. A mitad de la cuadra había un par de bultos parados en el zaguán de una casa. Entonces sí se puso nervioso; empezó a sudar por cada uno de sus poros y no dejó de hacer temblar un solo hueso de su cuerpo; era el momento decisivo; podía arrepentirse en cualquier instante y retroceder, pero sabía, por como se había comportado en otros momentos difíciles, que, una vez dado ese paso, no habría vuelta atrás. Avanzó hacia los bultos hasta que cobraron forma humana y le preguntó a uno de ellos si podía pasar.

El muchacho se sacó la mano de la bragueta y le abrió la puerta. Avanzó por un largo corredor, que tenía un fluorescente verdoso. Al final había una puerta. La tocó. Una mujer mayor le abrió. “¿Viene a tomar un servicio, señor?” Respondió que sí, que cuánto costaba; le dieron el precio; dijo que estaba bien, pagó y lo dejaron pasar a una salita. Había tres chiquillos de no más de doce años sentados en un sillón. La señora los señaló extendiendo la mano. Entonces él se sintió más extraño aún. Ya no temblaba, ya no sudaba. No entendía qué pasaba. Se sentía normal, otra vez en neutro. Le daba igual escoger a uno u otro. De todas maneras señaló al que se veía más pequeño y se metieron ambos a un cuarto al lado de la sala. Allí vio al chico sacarse la ropa delante de él, automáticamente, como la cosa más común del mundo. “¿Te vas a poner condón, no?”, le dijo el chico. “Sí, claro”, respondió él.

Veinte minutos después se estaba vistiendo, con el ánimo totalmente apagado. En vez de un jovencito podría haber estado con su mujer, su secretaria, una vieja barata, un puto callejero o su propia mano, y habría dado igual. Al menos te sacaste el clavo, se dijo con indiferencia, ya viste que es la misma vaina. Aunque sea sólo por eso, ya era ganancia. La calma lo hizo perder cautela, salió sin ponerse la gorra y los lentes ni fijarse si había alguien más en la pequeña sala. Allí se dio de golpe con algo que se había repetido un millón de veces que podía pasar: uno de los empleados de limpieza de la oficina bromeaba con la señora y los chiquillos, regateando el precio. Se abalanzó sobre la puerta y tropezó con el empleado, que se disculpó mirándolo a la cara. El corazón le golpeó el pecho como si quisiera escapar por su propia cuenta. No respondió, caminó rápidamente hacia la puerta y una vez allí, emprendió la carrera. No paró hasta llegar a una avenida. Abordó un taxi. Tenía el rostro deformado. ¿Estaba suficientemente oscuro? ¿Llegó a verlo bien, o sólo fue de reojo? ¿Lo habría reconocido? ¿Hablaría? He tirado todo por el caño, se dijo, estoy muerto, me voy directamente a la basura. No puede ser que haya cometido un error tan estúpido. No puede ser que yo sea tan imbécil. Cómo he podido caer por una tontería como esta, no puede ser cierto. Por favor, díganme que no es cierto; por favor, por lo que más quieran, díganme que no es cierto...

Esa noche apenas durmió algunas horas. Constantemente se sobresaltaba, se despertaba y volvía a repetir en su mente los tres segundos de debilidad que tuvo. Ya no había nada que hacer, se decía, pero eso no evitaba que volviera a pensar en ello. Al día siguiente trataría de ver la forma de que despidan a ese empleado y que nunca vuelva a trabajar en una oficina como la suya. No podría hacerlo personalmente, sería peligroso, tendría que buscar a alguien que... Estuvo así hasta que amaneció y no le quedó más remedio que prepararse para ir a la oficina.

Casi como un zombi, luego de bañarse y vestirse, desayunó solo, con los ojos en el televisor. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo. Estaba ojeroso y con el rostro hinchado. Se arregló el cabello, ajustó su corbata y salió.

Estuvo tenso toda la mañana. Le comunicó a su secretaria que le evitara en lo posible las reuniones, lo que era relativamente fácil porque era el último día de la semana. Despachó varios asuntos por teléfono y un par cara a cara. Cada duda en el tono de voz y cada mueca inesperada lo hacían sudar. Esto es demasiado, se dijo, no me voy a pasar toda la vida teniendo miedo de mi sombra, como un mariquita; decidió que tenía que terminar con la duda. Llamó a su casa para avisar que no almorzaría allá sino en la cafetería de la oficina. Quería ver allí al empleado de limpieza, verlo a los ojos, para saber qué estaba en juego. ¿Lo había reconocido o no? Y si era así, ¿lo delataría? ¿Trataría de chantajearlo? ¿O sólo jugaría con él, para sentir que tenía en sus manos a alguien mil veces superior? En su mente jugó con los significados de cada una de sus posibles miradas; pensó en los primeros pasos que podría tomar en cada circunstancia; agotó todas las soluciones que su mente pudo imaginar, incluyendo a la única que realmente podría ser calificada como definitiva.

Al medio día, hora de almuerzo de los empleados de limpieza, bajó a la cafetería. Luego de recoger su comida en una bandeja, se sentó justo frente a la mesa que siempre ocupaban ellos. Fueron llegando en pequeños grupos, con sus uniformes verdes y zapatillas rotas. La mayoría lo reconocía y volteaba a saludarlo con respeto y luego volvían a su conversación; cogían una bandeja y se ponían en la fila.

De reojo identificó al empleado canoso, cincuentón, de muy baja estatura. Su corazón empezó a golpear con fuerza. No volteó a verlo. Dejó la cabeza inmóvil, colocó los cubiertos a ambos lados del plato y puso las manos sobre la mesa, temiendo que alguien notara algún movimiento fuera de lugar. Sin embargo, su rostro, tieso por el miedo, no era muy diferente al de todos los días.

Uno de los empleados volteó a saludarlo, y mecánicamente los demás siguieron el saludo, incluyendo al bajo y canoso. Por fin pudo mover los ojos. Para cuando logró enfocarlo, éste ya había volteado y seguía conversando y riendo con sus compañeros.

¿Podría ser que se hubiera equivocado? ¿Estaba seguro de que era el mismo hombre? Lo observó con cuidado. Sí, era el mismo. El movimiento de la cabeza y los brazos, la forma de pararse, la sonrisa amplia, la alegría en los ojos, el tono de voz casi eufórico. Palmeaba a sus amigos y les pasaba la voz de una forma que no era para nada diferente a como había tratado a las personas del prostíbulo.

Se dio cuenta de que no corría peligro. El empleado de limpieza no había mostrado la menor señal de haberlo reconocido. Además, aunque fuera así, ¿cómo podría delatarlo, sin también delatarse a sí mismo? Qué tontería, se dijo, debió haber pensado en eso antes.

Secó con la palma de la mano las pequeñas gotas de sudor frío que tenía en la frente, mientras la piel de su cara tomaba algo de color. Volvió a ver –pero ahora con una leve sonrisa, aliviado– al empleado canoso, que bromeaba con sus amigos como si ninguno de ellos se hubiese pasado la mañana entera fregando pisos con la espalda torcida. La leve sonrisa se desdibujó.

Y entonces sucede algo de verdad inesperado. O quizás no. Tal vez, después de todo –aunque es probable que dentro de algunos minutos ya lo haya olvidado–, es justamente lo que con tanto afán buscaba.

El monstruo está lagrimeando.