jueves, 30 de junio de 2011

Ejercicio 01

El siguiente cuento es un ejercicio hecho para el taller de Grabriel Rimachi Sialer, consiste en continuar las primeras líneas (en cursiva). No se me ocurrió un título. Mis autocomentarios en los comentarios del final.
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Hubo un tiempo en que jugar en la arena era todo para mí. Recuerdo aquellas tardes persiguiendo a los cangrejos que huían desesperados de mi pala de plástico, tardes enteras de las que ahora quedan tan sólo tres o cuatro fotografías, tomadas por un desconocido. El gris oscuro de los cangrejos se confundía con el de la arena mojada por el mar, pero dibujaba perfectamente su silueta dentro de mi balde de color amarillo intenso. Al atardecer del último viernes del último verano, hice que sus sombras se confundieran con la madera oscura de un cajón de mi ropero. Sus formas se superpusieron y trenzaron como en un calidoscopio hecho de tenazas, caparazones y ojos minúsculos y desorbitados. Yo los empujaba con mi pala cuando formaban un montón y empezaban a asomar por las orillas, los arrimaba al fondo y los observaba recuperar el equilibrio y de nuevo buscar la salida. Durante una distracción uno de ellos logró trasponer el borde del cajón. Lo cogí de una pata, lo arrojé de nuevo al cajón y lo aplasté frente a sus compañeros, pero esto no los hizo desistir, así que antes de echarme en la cama, cerré el cajón y acuñé una toalla en la rendija. Cuando apagué la luz, me quedé escuchando sus movimientos en la oscuridad, las puntas de sus extremidades rasguñando la madera del cajón.

A la mañana siguiente me despertó el hambre, la sensación de tener raspaduras en la piel y un olor raro que invadía mi cuarto. La cama estaba cubierta de la arena que yo tenía pegada a la piel la noche anterior y el olor tenía que venir de los cangrejos en mi ropero. Abrí el cajón, muy pocos se movían. Estaba decepcionado, pero el hambre pudo más. Mientras comía un pan con mantequilla en la cocina, me dije que les iría mejor en la bañera, además de que allí les sería más difícil escaparse. Llevé a los pocos que seguían vivos a la bañera, abrí el grifo y los observé mover ligeramente las patas mientras el agua los cubría. Traté de reanimarlos picándolos con la punta de los dedos pero las patas no tenían ánimo, las tenazas apenas se movían. Al sentir su caparazón tibio, me di cuenta de que fue un error abrir el grifo de agua caliente. Abrí el tapón del desagüe, llené la bañera con agua fría y esperé. Luego de una hora fue obvio que no iban a recuperarse.

Me deshice de los cangrejos muertos en el mar y llené mi balde con arena. Tomó varios viajes traer arena suficiente y agua de mar para cubrir la bañera. Con pequeñas piedras y algas formé un círculo en el centro, para que les sea difícil separarse una vez que los pusiera allí. Hacia el final del día no quedaba un solo cangrejo en la playa frente a mi casa, todos estaban en la bañera, formando una maraña frenética, y podía sentir su olor impregnando mis fosas nasales. Antes de salir del baño, tomé al que parecía más enfermo, lo despedacé y esparcí su pulpa en la bañera para que tuvieran algo qué comer. Yo también tenía hambre. El día siguiente sería el último en la playa, en la cocina ya sólo quedaban unas cuantas manzanas, medio pan de molde y una botella del yogurt. Llevé el pan de molde, un vaso enorme de yogurt y una frazada a la terraza, lejos del olor. Me acomodé en la tumbona y pensé en cómo llevaría los cangrejos a la casa. Le diría a papá que al llegar me compre un acuario; a mamá, que para transportarlos me preste uno de esos enormes envases de comida que ya estaban vacíos. Cuando terminé de comer, me sacudí la arena lo mejor que pude, me tapé con la frazada y cerré los ojos.

La mañana siguiente, el olor era aún más fuerte, la mayoría había muerto. Frustrado, los arrojé uno por uno dentro de mi balde. Los miraba a los ojos y los maldecía. Cuando en la bañera sólo quedaban tres moribundos, me percaté de que éstos eran los menos oscuros, los que se parecían más a la arena seca. Se veían insulsos y delicados, pero no todo estaba perdido. Pasé el domingo buscando cangrejos claros, desde la casa del vecino de al lado hasta donde las olas golpeaban un cerro y ya no se podía ver la mía. Por cada veinte oscuros que cogía y arrojaba al mar, acomodaba uno claro en mi balde. La piel se me irritó, sentía hambre, pero no podía regresar: esa noche mis padres me llevarían de regreso a la ciudad y no volveríamos hasta el siguiente verano.

Al atardecer encontré frente a mi casa un montón de personas que parecían preocupadas, mirando a la puerta de entrada. Algo que parecía una ambulancia estaba estacionada junto a la terraza y a la derecha había una patrulla de policía con las luces encendidas. Me los quedé mirando desde la playa, sin saber qué hacer. Dos señores en uniforme de enfermero sacaron un bulto blanco, largo y corpulento, en una camilla. El que iba atrás me miró y paró en seco y luego todos voltearon a verme. Un hombre con una cámara fotográfica colgada en el cuello se me acercó y me preguntó ni nombre. Se lo dije. Les gritó "¡Es él!" a los demás, cogió la cámara, apuntó hacia mí y accionó el disparador varias veces. Su cara de insatisfacción me hizo pensar que yo había hecho algo malo, pero cuando lo vi arrodillarse frente a mí y mi sombra se interpuso entre el sol y su cámara, me di cuenta de que lo que quería era captar como mi silueta se recortaba contra el cielo encendido del crepúsculo mientras con una mano sostenía mi pala y con la otra, mi balde amarillo repleto de cangrejos.