sábado, 27 de agosto de 2011

El método (IV)

El reclutamiento

Las primeras mujeres se reclutan aparentemente al azar. Sin embargo, una vez reunidas, se observa una cierta configuración en el conjunto, una organización que, enfatizada, podría convertirse en un estilo. Ahora la madama busca a las mujeres que faltan y que ya no son cualquiera sino únicamente las que encajan en los espacios que las otras delimitan, y a esta altura ya es posible distinguir qué tipo de burdel se está gestando y hasta qué tipo de clientela podría atraer. Como un libro de cuentos o de poemas, a veces incluso una novela.

"Casa de Geishas", Ana María Shúa.

domingo, 14 de agosto de 2011

El método (III)

Vargas Llosa sobre Textos cautivos, de Borges:

Y, lo segundo [que resalta], [es] la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: “Los adjetivos se han hecho para no usarlos”.

Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.

A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: “Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago solo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios”. La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.

A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: “Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico”. No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de León Feuchtwagner –El judío Suess y La duquesa fea– añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género”.

martes, 2 de agosto de 2011

Decir, no mostrar...

¿O quise decir "Mostrar, no decir"? Si no me creen, lean este cuento de Patricia Higsmith:

Oona, la alegre mujer de las cavernas.

Era un poco peluda, le faltaba un incisivo, pero su atractivo sexual era perceptible a una distancia de doscientos metros o más, como un olor; quizás fuese eso. Toda ella era redonda, su vientre, sus hombros, sus caderas eran redondas, y siempre estaba sonriente, siempre alegre. Por eso gustaba a los hombres. Siempre tenía algo cociendo en una olla sobre el fuego. Era mansa y nunca se enfadaba. Le habían dado tantos garrotazos en la cabeza que su cerebro estaba confuso. No hacía falta golpear a Oona para poseerla, pero ésa era la costumbre, y Oona apenas se molestaba en esquivar el cuerpo para protegerse.

Oona estaba permanentemente preñada y nunca había experimentado el comienzo de la pubertad, ya que su padre se había aprovechado de ella desde que tenía cinco años, y después de él, sus hermanos. Su primer hijo nació cuando ella tenía siete años. Aun en avanzado estado de gestación abusaban de ella, y los hombres esperaban impacientes la media hora o así que tardaba en parir, para lanzarse de nuevo sobre ella.

Curiosamente, Oona mantenía más o menos constante el índice de natalidad de la tribu; en todo caso, la población tendía a disminuir, ya que los hombres desatendían a sus mujeres porque estaban pensando en ella o, a veces, morían al pelear por ella.

Finalmente, Oona fue asesinada por una mujer celosa, a quien su marido no había tocado desde hacía muchos meses. Este hombre fue el primero que se enamoró. Se llamaba Vipo. Sus amigos se habían reído de él por no tomar a otras mujeres, o a la suya propia, en los momentos en que Oona no estaba disponible. Vipo había perdido un ojo luchando con sus rivales. Era un hombre sólo de mediana estatura. Siempre le había llevado a Oona las piezas más selectas que cazaba. Trabajó mucho para hacer un adorno de pedernal, convirtiéndose así en el primer artista de su tribu. Todos los demás utilizaban el pedernal solamente para hacer puntas de flecha y cuchillos. Le había dado el adorno a Oona para que se lo colgara al cuello con una cinta de cuero.

Cuando la mujer de Vipo mató a Oona por celos, Vipo mató a su mujer impulsado por el odio y la ira. Luego cantó una canción que sonaba fuerte y trágica. Siguió cantando como un loco, mientras las lágrimas corrían por sus barbudas mejillas. La tribu pensó en matarle, porque estaba loco y era diferente a todos, y le temían. Vipo dibujó figuras de Oona en la arena húmeda de la orilla del mar; luego, imágenes de ella sobre las rocas lisas de las montañas cercanas, imágenes que se veían desde lejos. Hizo una estatua de Oona en madera; después, una en piedra. Algunas veces dormía con ellas. Con las torpes sílabas de su lenguaje formó una frase que evocaba a Oona siempre que la pronunciaba. No era el único que aprendió y pronunció esa frase, ni el único que había conocido a Oona.

Vipo fue asesinado por una mujer celosa cuyo hombre no la había tocado desde hacía meses. Su hombre le había comprado a Vipo una estatua de Oona por un precio muy elevado: una enorme pieza de cuero hecho con varios pellejos de bisonte. Vipo se hizo con ella una hermosa casa impermeable, y aún le sobró suficiente para vestirse. Inventó unas frases acerca de Oona. Algunos hombres le habían admirado, otros le habían odiado, y las mujeres le odiaban todas, porque las miraba como si no las viese. Muchos hombres se entristecieron por la muerte de Vipo.

Pero, en general, la gente se sintió aliviada cuando Vipo desapareció. Había sído un hombre extraño, que perturbaba el sueño de algunas personas por las noches.

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José de Piérola en "Decir o mostrar, he ahí el dilema":

De modo que el «mostrar» apela a nuestra experiencia habitual de aprender sobre el mundo por medio de nuestros sentidos. Mientras que «decir» apela a nuestra razón. Para poner un ejemplo concreto —de acuerdo a los lineamientos que escriben sobre el tema— si uno escribe: «Era un hombre cruel», está apelando a la razón del lector. Mientras que si escribe: «Cuando salió de su casa, un cachorro olisqueaba su maceta. Miró a ambos lados, y, comprobando que no había nadie, le propinó una patada que lo hizo volar por los aires», está apelando a las otras facultades del lector.

Sin embargo, tengo la impresión de que aquello de «no decir, mostrar» es una falsa dicotomía. Hay demasiadas gradaciones como para que sea una ley narrativa. El ejemplo anterior se podría haber escrito: «Era un hombre tan cruel que era capaz de patear a un cachorro que se le cruzara en el camino». Lo que realmente importa es que no está en juego el modo en que se presenta la narración sino el impacto que ésta tiene en el lector. En otras palabras, no depende de la técnica narrativa, sino el nivel retórico del texto.