jueves, 20 de octubre de 2011

Ejercicio 02

(El ejercicio 2 consistía en volver a escribir el primer cuento pero con cambios en el punto de vista y tratando de usar el olor en la narración. Tarea imposible: no sólo soy pésimo para captar olores -la hipertrofia nunca ha sido un signo de eficiencia- sino que soy un egocéntrico insuperable. Bueno, esto es lo que salió:)

SOBRE LA PRECISIÓN DE LA CIENCIA

Papá no me deja traer picantes a la casa, ni siquiera si compro las cebollas, el ajo y los pimientos con mi centavo del domingo y los cocino yo solo. Le digo que la comida no me sabe a nada, que no es culpa de Mamá, sino que para mí todo sabe igualito, pero él me dice que no es cierto, que si a mí no me gustara la comida entonces no estaría gordo, pero lo importante, y te lo digo porque es cierto, hijo, es que los picantes te desafilan las entendederas, y si tú quieres ser un verdadero señor de las pompas fúnebres, como tu padre, no puede ser posible que descuides las narices. Sí se puede, me dan ganas de decirle a Papá, si embalsamamos a los muertos como dice el letrero de nuestro cobertizo, en vez de inyectarle esos sueros de colores que prepara en el corral de los caballos; pero yo estoy aprendiendo y el que sabe es él, y él mismo prepara las fórmulas con tubos de vidrio, botellas chistosas y barriles con tierras que huelen bien feo; allí me hace parar derechito y respirar el aire que sale de sus frascos. Estate atento, muchacho, siente el olor, la sal fumante es acre, el agua de cal es áspera, el vitriolo combinado con azogue es… Pero a mí me da igual todo, y quisiera decirle que para qué tanto trabajo si más fácil es anotar cuánto se le echa a cada fórmula… pero ya sé qué me va a decir, no seas inocente, mocoso, la nariz no es solamente para las fórmulas, también es para el proceso, porque en el muerto la coloración te engaña, los nódulos te desvían, tienes que olfatearlos de cerca, tienes que pegar las narices al cuerpo, sentir por dónde rezuma la carne dormida, identificar qué dirección toma el sulfuro, así es como sabes a dónde le vas a aplicar la hipodérmica, así es como haces un buen trabajo, muchacho, y tú algún día tendrás que hacer esto.
Hace tiempo que Papá dice que ya debería intentarlo yo solo, así que hoy me voy a encargar del papá de su compadre. He practicado mucho. Si le pongo ganas, empiezo a sentir algo, pero parece que la nariz se me cansa rápido, y entonces inhala con fuerza, hijo, hasta que se te congestione el pecho, pues, y lo intento, pero el olor ya no regresa. De tanto tratar y tratar, le agarré el truco a algunos. La carne dormida es como un perro muerto, el sulfuro es como la sangre de las carnicerías y un poquito como los huevos abombados. A veces me confundo, porque la sangre va sucia cuando regresa por las venas, porque es el olor de las heces, hijo, porque de algún lado tiene que venir, y para eso estamos nosotros aquí, para que mi compadre no tenga que pasar por esta desgracia, para eso estás tú aquí.
Han acostado al muerto sin ropa sobre su cama. Se nota que ya lo lavaron. Ayer en la noche Papá les mandó a decir que sólo podían frotarlo con agua y que no debían cocinar la comida para los invitados hasta que no hayamos terminado. Cuando llegamos, les dijo que tenían que llevarse todos los caballos a la otra cuadra.
Me acerco al muerto, pego la nariz al pecho, me lleno los pulmones, pero sólo siento el olor del agua hervida que usaron para lavarlo. Espero a que se vaya. Pruebo otra vez. Un olor se me mete por la nariz, las gotitas frías del aire me hincan bien adentro de la cara.
No es carme dormida, no es sulfuro.
Respiro más fuerte, pero ya se fue.
Papá me mira feo.
Apunto con mi dedo al centro del pecho. Él casi siempre clava la inyección ahí, lo he visto un montón de veces.
Papá me quita la inyección, se agacha, pasa rápido su nariz por el pecho del muerto y pone el dedo dos pulgadas debajo de donde yo puse el mío.
–Aquí –dice Papá mirándome como si me fuera a pegar–. No sé qué voy a hacer contigo, mocoso –Papá clava la aguja–, te enseño, te enseño, te enseño, y tú…
El pecho del muerto da un topetazo, pero bien fuerte.
La boca se le abre y sale un ruido como de gárgaras.
Papá lo mira con los ojos bien abiertos, le saca la inyección del pecho, retrocede.
La garganta del muerto se retuerce.
A Papá se le cae la inyección de las manos y se hace mil pedazos en el suelo.
Pego un salto atrás, tiemblo.
–¡Yo no he hecho nada!– le grito a Papá.
No me contesta. Está mirando el piso. Se ha puesto colorado.
El anciano empieza un aullido que nunca se va a acabar.