martes, 26 de enero de 2010

EL MONSTRUO

Esa mañana, el monstruo se levantó de ningún humor, con el ánimo neutro, como normalmente sucedía. Luego de bañarse, vestirse y poner ropa en su maletín deportivo, desayunó solo, viendo el televisor, mientras sus padres –con quienes vivía desde la separación– dormían en el segundo piso. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo con el pretexto de arreglarse por última vez el cabello. No era bien parecido, ni alto, ni muy fuerte. Ya había pasado los cuarenta años y su vientre, que nunca fue plano, ahora era imposible de esconder bajo la camisa. Practicó en el espejo la mirada de amable desdén con la que trataba a todos en la oficina. Podía ser un poco feo, pero le gustaba su cara cuando tenía esa expresión. Adquiría carácter, personalidad. Así era una cara que inspira respeto y que de vez en cuando puede gustar a alguna mujer. Sonrió con sólo las comisuras de los labios, dejando los ojos fijos en donde se encontraba su interlocutor imaginario. Esa constante combinación de cortesía y frialdad no permitía a nadie más que a él saber lo que está pensando. Asintió varias veces, con movimientos cortos y secos, sosteniendo la mirada y la sonrisa, exagerando un poco el modo con el que saludaba a sus superiores. Era el punto exacto en que podía ser solícito y al mismo tiempo conservar la dignidad. Fue suficiente, le dio un último ajuste a la corbata, cogió su maletín deportivo y salió de la casa.

Su auto también había sido escogido bajo esas condiciones. No era un lujo demasiado caro para alguien con sus ingresos, pero tampoco era uno que pudiera ser confundido con el de alguien inferior. Recordó lo que había proyectado para esa noche, después del comité de gerencia. No había cubierto todos los detalles, pero averiguar más no le parecía prudente. Estaba ligeramente sorprendido de no encontrarse intranquilo. Nada podía salir mal, pero no se trataba exactamente de eso, sino de que esa noche iba a hacer algo que en otra época habría considerado un acto vil, repugnante e incluso malvado. “Es esta noche,” pensó durante una luz roja, “después del comité...” Pero recordarlo no parecía hacer gran diferencia.
Cumplió el trabajo del día con soltura, porque en esos días del mes no había mucho movimiento. Todo transcurrió sin sobresaltos, todos los problemas encontraron su camino, el trabajo fue canalizado adecuadamente. Varias veces al día se repitió a sí mismo esa frase, “es esta noche”; pero nada, no le producía ninguna emoción. Ninguna intranquilidad. Aunque no podía esperar otra cosa, se dijo a sí mismo, porque alguien acostumbrado al trabajo bajo presión, a la eficacia en las peores circunstancias y a la eficiencia en medio del caos, algo como esto no pasa de ser una pequeña escaramuza, una cosita de nada... Sin embargo, aunque no lo admitía, seguía allí, en algún lado de su cabeza, la ligera extrañeza de no estar intranquilo, aguijoneándolo con suavidad, sin hacer que su pulso se acelere, como la señal de que algo iba a suceder. A las ocho de la noche interrumpió la reunión en la que se encontraba, anunció a los presentes que tenía una cita impostergable con el abogado de su mujer y les dedicó su característica sonrisa petrificada a modo de despedida.

Se dirigió al centro de la ciudad, a una cochera que estaba en una de las calles estrechas de la parte antigua. Estaba oscuro, pero no le importó; varias veces había dejado su auto allí para reconocer el terreno. Forcejeó durante unos minutos dentro del auto para cambiar su ropa de trabajo por otra informal, barata y gastada; se puso una gorra y un par de anteojos muy gruesos y encendió la luz interior del auto para observarse en el espejo retrovisor. Sí, nadie podría reconocerlo a simple vista. Guardó sus cosas debajo de los asientos, cogió el periódico que estaba allí desde la mañana, apagó la luz y salió.

Caminó por las calles con la cabeza gacha hasta llegar a un bar de mala muerte. Había muy pocos clientes. Era apenas las nueve y tenía que esperar hasta las once, cuando ya no hubiera tanta gente en la calle. Miró el televisor que colgaba en una esquina, aburrido. Pidió una cerveza. Leyó varias veces el periódico e intentó completar el crucigrama. Poco después de las diez notó que tenía mojadas las axilas; no lo tomó como una señal de nerviosismo, pero quince minutos antes de las once fue imposible negarlo. Pidió una cerveza más y tomó el primer vaso de golpe. Ahora sus manos estaban algo tiesas y frías. Llegó la hora. Se paró sintiendo un leve temblor en las rodillas y en su estómago. Fue al paradero y cogió un bus que lo llevó unas veinte cuadras más lejos.

Esta parte del centro era aun más ruinosa que la anterior. Los edificios llevaban años sin pintarse y estaban impregnados de smog y polvo. Había letreros por todas partes, en colores chillones, muchos con luces de neón oscurecidas por telarañas y suciedad. En la acera, algunos vendedores ambulantes se cruzaban con personas que todavía esperaban su transporte y con niños que sostenían bolsas de plástico en sus bocas. Bajó en una esquina justo en las narices de una pareja de mujeres policía y tres o cuatro prostitutas. Eran pequeñas y gordas, con varios años encima. En cuanto las policías cruzaron la avenida, las prostitutas le ofrecieron sexo por el equivalente a un par de cervezas. No las escuchó y siguió caminando. La caminata le permitía no prestar atención al temblor en sus manos. Esquivó un montón de basura y varios huecos en las veredas. Unas cuadras después, la tarifa de las prostitutas se había reducido a la mitad; en la siguiente, a la cuarta parte. Ya casi no había gente, sólo otro transeúnte que tampoco prestaba atención a las señoras. Entonces vio la señal que estaba buscando: un hostal en una esquina con un letrero de plástico blanco y fluorescentes del mismo color. Tenía una sola letra, una hache mayúscula en negro, y al lado se veía las siluetas sucias de las letras faltantes. Se detuvo en la puerta y desde allí miró la calle –muy mal iluminada– que estaba al doblar la esquina. A mitad de la cuadra había un par de bultos parados en el zaguán de una casa. Entonces sí se puso nervioso; empezó a sudar por cada uno de sus poros y no dejó de hacer temblar un solo hueso de su cuerpo; era el momento decisivo; podía arrepentirse en cualquier instante y retroceder, pero sabía, por como se había comportado en otros momentos difíciles, que, una vez dado ese paso, no habría vuelta atrás. Avanzó hacia los bultos hasta que cobraron forma humana y le preguntó a uno de ellos si podía pasar.

El muchacho se sacó la mano de la bragueta y le abrió la puerta. Avanzó por un largo corredor, que tenía un fluorescente verdoso. Al final había una puerta. La tocó. Una mujer mayor le abrió. “¿Viene a tomar un servicio, señor?” Respondió que sí, que cuánto costaba; le dieron el precio; dijo que estaba bien, pagó y lo dejaron pasar a una salita. Había tres chiquillos de no más de doce años sentados en un sillón. La señora los señaló extendiendo la mano. Entonces él se sintió más extraño aún. Ya no temblaba, ya no sudaba. No entendía qué pasaba. Se sentía normal, otra vez en neutro. Le daba igual escoger a uno u otro. De todas maneras señaló al que se veía más pequeño y se metieron ambos a un cuarto al lado de la sala. Allí vio al chico sacarse la ropa delante de él, automáticamente, como la cosa más común del mundo. “¿Te vas a poner condón, no?”, le dijo el chico. “Sí, claro”, respondió él.

Veinte minutos después se estaba vistiendo, con el ánimo totalmente apagado. En vez de un jovencito podría haber estado con su mujer, su secretaria, una vieja barata, un puto callejero o su propia mano, y habría dado igual. Al menos te sacaste el clavo, se dijo con indiferencia, ya viste que es la misma vaina. Aunque sea sólo por eso, ya era ganancia. La calma lo hizo perder cautela, salió sin ponerse la gorra y los lentes ni fijarse si había alguien más en la pequeña sala. Allí se dio de golpe con algo que se había repetido un millón de veces que podía pasar: uno de los empleados de limpieza de la oficina bromeaba con la señora y los chiquillos, regateando el precio. Se abalanzó sobre la puerta y tropezó con el empleado, que se disculpó mirándolo a la cara. El corazón le golpeó el pecho como si quisiera escapar por su propia cuenta. No respondió, caminó rápidamente hacia la puerta y una vez allí, emprendió la carrera. No paró hasta llegar a una avenida. Abordó un taxi. Tenía el rostro deformado. ¿Estaba suficientemente oscuro? ¿Llegó a verlo bien, o sólo fue de reojo? ¿Lo habría reconocido? ¿Hablaría? He tirado todo por el caño, se dijo, estoy muerto, me voy directamente a la basura. No puede ser que haya cometido un error tan estúpido. No puede ser que yo sea tan imbécil. Cómo he podido caer por una tontería como esta, no puede ser cierto. Por favor, díganme que no es cierto; por favor, por lo que más quieran, díganme que no es cierto...

Esa noche apenas durmió algunas horas. Constantemente se sobresaltaba, se despertaba y volvía a repetir en su mente los tres segundos de debilidad que tuvo. Ya no había nada que hacer, se decía, pero eso no evitaba que volviera a pensar en ello. Al día siguiente trataría de ver la forma de que despidan a ese empleado y que nunca vuelva a trabajar en una oficina como la suya. No podría hacerlo personalmente, sería peligroso, tendría que buscar a alguien que... Estuvo así hasta que amaneció y no le quedó más remedio que prepararse para ir a la oficina.

Casi como un zombi, luego de bañarse y vestirse, desayunó solo, con los ojos en el televisor. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo. Estaba ojeroso y con el rostro hinchado. Se arregló el cabello, ajustó su corbata y salió.

Estuvo tenso toda la mañana. Le comunicó a su secretaria que le evitara en lo posible las reuniones, lo que era relativamente fácil porque era el último día de la semana. Despachó varios asuntos por teléfono y un par cara a cara. Cada duda en el tono de voz y cada mueca inesperada lo hacían sudar. Esto es demasiado, se dijo, no me voy a pasar toda la vida teniendo miedo de mi sombra, como un mariquita; decidió que tenía que terminar con la duda. Llamó a su casa para avisar que no almorzaría allá sino en la cafetería de la oficina. Quería ver allí al empleado de limpieza, verlo a los ojos, para saber qué estaba en juego. ¿Lo había reconocido o no? Y si era así, ¿lo delataría? ¿Trataría de chantajearlo? ¿O sólo jugaría con él, para sentir que tenía en sus manos a alguien mil veces superior? En su mente jugó con los significados de cada una de sus posibles miradas; pensó en los primeros pasos que podría tomar en cada circunstancia; agotó todas las soluciones que su mente pudo imaginar, incluyendo a la única que realmente podría ser calificada como definitiva.

Al medio día, hora de almuerzo de los empleados de limpieza, bajó a la cafetería. Luego de recoger su comida en una bandeja, se sentó justo frente a la mesa que siempre ocupaban ellos. Fueron llegando en pequeños grupos, con sus uniformes verdes y zapatillas rotas. La mayoría lo reconocía y volteaba a saludarlo con respeto y luego volvían a su conversación; cogían una bandeja y se ponían en la fila.

De reojo identificó al empleado canoso, cincuentón, de muy baja estatura. Su corazón empezó a golpear con fuerza. No volteó a verlo. Dejó la cabeza inmóvil, colocó los cubiertos a ambos lados del plato y puso las manos sobre la mesa, temiendo que alguien notara algún movimiento fuera de lugar. Sin embargo, su rostro, tieso por el miedo, no era muy diferente al de todos los días.

Uno de los empleados volteó a saludarlo, y mecánicamente los demás siguieron el saludo, incluyendo al bajo y canoso. Por fin pudo mover los ojos. Para cuando logró enfocarlo, éste ya había volteado y seguía conversando y riendo con sus compañeros.

¿Podría ser que se hubiera equivocado? ¿Estaba seguro de que era el mismo hombre? Lo observó con cuidado. Sí, era el mismo. El movimiento de la cabeza y los brazos, la forma de pararse, la sonrisa amplia, la alegría en los ojos, el tono de voz casi eufórico. Palmeaba a sus amigos y les pasaba la voz de una forma que no era para nada diferente a como había tratado a las personas del prostíbulo.

Se dio cuenta de que no corría peligro. El empleado de limpieza no había mostrado la menor señal de haberlo reconocido. Además, aunque fuera así, ¿cómo podría delatarlo, sin también delatarse a sí mismo? Qué tontería, se dijo, debió haber pensado en eso antes.

Secó con la palma de la mano las pequeñas gotas de sudor frío que tenía en la frente, mientras la piel de su cara tomaba algo de color. Volvió a ver –pero ahora con una leve sonrisa, aliviado– al empleado canoso, que bromeaba con sus amigos como si ninguno de ellos se hubiese pasado la mañana entera fregando pisos con la espalda torcida. La leve sonrisa se desdibujó.

Y entonces sucede algo de verdad inesperado. O quizás no. Tal vez, después de todo –aunque es probable que dentro de algunos minutos ya lo haya olvidado–, es justamente lo que con tanto afán buscaba.

El monstruo está lagrimeando.